miércoles, 28 de octubre de 2015

De. "Anacronismos" (2000)

Me gusta mucho mi desierto.
 Hay en él algo con que me identifico.
Es tan seco, tan árido, tan aparentemente monótono.
Está saturado de arbustos cenizos, espinosos, me parecen árboles frustrados, obras truncadas.
Muy seguido lo visito. Busco alguna roca -es raro encontrar una roca en el desierto- donde sentarme y mi vista se desliza y se pierde en una lejanía ondulada y ligeramente azul.
Luego veo a mi alrededor, unas plantas formadas con unas hojas gruesas -algunos les dicen pencas y no me refiero a los nopales-, se llaman lechuguillas, mi loca imaginación las ve como manos queriendo salir, las manos de alguien enterrado, desesperado por ver la luz.
No hay ni un color brillante, todo es opaco. Luego el milagro: llueve -es un milagro que llueva en mi desierto- y entonces en cuestión de horas se transforma. Los verdes sustituyen a los grises y los arbustos se cubren de flores y lo que parecía muerto, revive, resucita en una explosión de vida, de vida efímera para retornar de nuevo a lo gris, árido, monótono en espera de otro milagro... Sí, hay algo en el desierto con lo que me identifico.

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