Quien no ha estado a solas en el desierto no sabe lo que es estar con uno mismo.
Desnudarse y tenderse con los brazos abiertos sobre la tierra calcinada y contemplar un azul único, infinito donde la luz brilla como en ninguna parte; sentir que el sol entra por cada poro de nuestra piel revitalizando totalmente nuestro cuerpo; luego, buscar la precaria sombra del mezquite o de un huisache y escuchar el sutil susurro del viento acariciando sus ramas, quien no ha estado así no sabe lo que es la armonía.
A lo lejos otros tonos de azul combinan con el del cielo; sus montañas, cerros y oteros.
Ver cómo va cayendo la tarde y una brllantísima gama de colores van pintando el paisaje con diferentes matices minuto a minuto.
El horizonte poniente va encendiendo su fragua y los resplandores de un fuego invisible van incendiándolo todo sin una chispa de lumbre, todo es luz y sombra llenas de color y, luego, lentamente va apagándose y un lienzo de terciopelo va extendiéndose para mostrarnos su caudal de diamantes que son como una diadema que enmarca a una enorme y bellísima perla que, como reina, lentamente va subiendo hasta el trono de su reino: el firmamento que amorosamente cubre a mi desierto.
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No hay cosa más hermosa que un atardecer desértico... en especial, de un atardecer lagunero. Muy bonito, profesor.
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